Cada vez soy más gato y menos humano. Después de dormir 31 horas casi ininterrumpidamente, la semejanza que guardo con mis compañeros de casa no puede pasar desapercibida. La pupila se me ha alargado y he de confesar que los bigotes y las cejas me crecieron y se pusieron blancos. Cuando estoy contenta emito una especie de ronquido que es sin duda un ronroneo.
La vida me parece demasiado buena para hacer algo mas que comer, dormir y si acaso asearme. No me preocupa estar cubierta de pelo, tener el vientre flácido o admitir mi egoismo con socarronería. No cabe duda: cada día soy más gato y menos humano.